Los Dones del Espíritu Santo son siete en el legado que nos transmite la Iglesia, aunque podemos intuir que son muchos más los que de modo gratuito se derraman sobre el mundo en forma acentuada desde el día del nacimiento de la Iglesia, en aquel Pentecostés y en presencia de la comunidad de los Apóstoles y la misma Madre de Dios.
En estos tiempos en que más que nunca debemos apelar a la ayuda del Espíritu Santo, nuestro Huésped del alma, es importante comprender el modo en que Su infaltable ayuda opera sobre nuestros comportamientos.
Dones y Virtudes son caminos de búsqueda del bien, de la verdad, que se manifiestan en nuestra conducta cotidiana. Así, comprender como Dios obra en nosotros es un necesario paso en la senda del crecimiento espiritual.
Dones y Virtudes son caminos de búsqueda del bien, de la verdad, que se manifiestan en nuestra conducta cotidiana. Así, comprender como Dios obra en nosotros es un necesario paso en la senda del crecimiento espiritual.
Las Virtudes y los Dones del Espíritu Santo
Hay muchas similitudes entre las virtudes y los Dones:
Ambos son hábitos operativos que residen en las facultades humanas. Ambos buscan practicar el bien honesto y tienen el mismo fin remoto: la perfección del hombre.
Ambos son hábitos operativos que residen en las facultades humanas. Ambos buscan practicar el bien honesto y tienen el mismo fin remoto: la perfección del hombre.
Pero hay diferencias:
1: Las virtudes son movidas por la razón del hombre a diferencia de los Dones del E.S. que son movidos directamente por el Espíritu Santo.
-Las virtudes disponen para seguir el dictamen de la razón humana (ilustrada por la fe si se trata de virtud infusa o teologal) bajo la previa moción de Dios.
-Los Dones son movidos por el Espíritu Santo como instrumentos directos suyos.
2: Las virtudes actúan por razones humanas a diferencia de los Dones del E.S. que actúan por razones Divinas.
Así, los Dones del Espíritu Santo transcienden la esfera de la motivación humana, siendo cabal expresión de la Voluntad Divina.
Así, los Dones del Espíritu Santo transcienden la esfera de la motivación humana, siendo cabal expresión de la Voluntad Divina.
3: Las virtudes actúan al modo humano a diferencia de los Dones del E.S. que actúan al modo Divino.
-Las virtudes infusas (o Virtudes Teologales) tienen por motor al hombre y por norma la razón humana iluminada por la fe. Se deduce que sus actos son a modo humano.
-En cambio los Dones tienen por causa motora y por norma el mismo Espíritu Santo, sus actos son a modo Divino o sobrehumano. De esto se deduce que las virtudes infusas o teologales son imperfectas por la modalidad humana de su obrar y es imprescindible que los Dones del Espíritu Santo vengan en su ayuda para proporcionarles su modalidad Divina, sin la cual las virtudes no podrán alcanzar su plena perfección.
4: Las virtudes son utilizadas a nuestro arbitrio a diferencia de los Dones del E.S. que operan en nosotros al arbitrio Divino.
-Se deduce de las diferencias anteriores que el hábito de las virtudes infusas o teologales lo podemos usar cuando nos plazca, presupuesta la Gracia, que a nadie se niega.
-Mientras que los Dones sólo actúan cuando el Espíritu Santo quiere moverlos. Los Dones de Espíritu no confieren al alma más que la facilidad para dejarse mover, de manera conciente y libre, por el Espíritu Santo, quien es la única causa motora de ellos. Nuestra parte es solo disponernos. Ej.: refrenando el tumulto de las pasiones, afectos desordenados, distracciones, etc.
Los Dones del Espíritu Santo
Sabiduría: capacidad de juzgar según la medida de Dios, produciendo en el alma un gusto por lo espiritual.
Este es el primero y mayor de los siete Dones, y nos da una capacidad especial para juzgar las cosas humanas según la medida de Dios, a la luz de Dios. Iluminado por este Don, el cristiano sabe ver interiormente las realidades del mundo. Nadie mejor que él es capaz de apreciar los valores auténticos de la creación, mirándolos con los mismos ojos de Dios. Por la sabiduría juzgamos rectamente las cosas Divinas por sus últimas y altísimas causas bajo el instinto especial del E.S.
La palabra clave en este Don es “juzgar”, es esa capacidad de poner cada cosa en su lugar, mirando el mundo desde el Pensamiento de Dios. Participa del concepto de orden, pero un orden Divino, no como lo comprende y propone el mundo. Permite comprender como se deben construir los proyectos de este mundo, bajo la Voluntad de Dios.
Entendimiento o Inteligencia: Es una gracia del Espíritu Santo para comprender la Palabra de Dios y profundizar las verdades reveladas.
Esta Luz especial que nos brinda el Espíritu Santo, nos permite comprender la Voluntad de Dios expresada en Su Palabra, y trasformarla en conceptos claros y simples que son guía para el pueblo de Dios aquí en la tierra. Esta inteligencia o entendimiento no es recibida para gozo o beneficio personal, sino para ser transformada en bien para la comunidad. Es un Don que alimenta la capacidad de predicar, de hablar de las cosas de Dios, de tal modo que Dios se exprese a través de los apóstoles de estos tiempos, como lo hizo a través de los profetas del Antiguo Testamento.
La Palabra de Dios ha sido y seguirá siendo la fuente de Luz para nuestras vidas, para este mundo, y quienes son capaces no sólo de comprenderla sino también de predicarla, reflejan el mismo Espíritu que llenó a los profetas y los hizo iluminar la noche de los tiempos con la invitación a seguir la Voluntad del Dios del Amor. Ayer, hoy y siempre, el Don del entendimiento inunda a los que predican con voz humana la Voluntad del Autor de la Creación, que con Voz sonora sigue repitiendo Su llamado a la Ley del Amor.
Consejo: Ilumina la conciencia en las opciones que la vida diaria le impone al alma, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que más le conviene.
El Espíritu de Dios sale al encuentro de nuestra súplica mediante el Don de consejo, con el cual enriquece y perfecciona la virtud de la prudencia y guía al alma desde dentro, iluminándola sobre lo que debe hacer, especialmente cuando se trata de opciones importantes, por ejemplo, de dar respuesta a la central pregunta de qué hacer de nuestra vida, o de cual camino recorrer entre tantas dificultades y obstáculos. El Don de consejo actúa como un soplo nuevo en la conciencia, sugiriéndole lo que es lícito, lo que corresponde, lo que conviene más al alma. La conciencia se convierte entonces en el «ojo sano» del que habla el Evangelio (Mt 6, 22), y adquiere una especie de nueva pupila, gracias a la cual le es posible ver mejor que hay que hacer en una determinada circunstancia, aunque sea la más intrincada y difícil.
El mundo es cambiante, y las reglas de convivencia también lo son. El hombre transita los siglos debiendo adaptarse y buscar siempre cual es el modo de desenvolverse, implorando en todo momento la Gracia Santificante que le diga cómo actuar y ser efectivo en su rol de apóstol renovado. La necesaria capacidad de adaptarse y ser permeable a las demandas de la inagotable tarea de la evangelización, requiere almas dispuestas a interpretar las palabras, los modos y los comportamientos que hagan de Dios el centro de la vida en la sociedad de cada punto en la historia del hombre. Navegar mar adentro, como nos invitó SS Juan Pablo II, en las inquietas aguas del siglo XXI.
Este Don nos infunde un sentido práctico en el discernimiento entre el bien y el mal, en el sostenimiento de los valores morales y en la verificación efectiva de nuestro carácter de cristianos fieles a la Voluntad de Dios.
Fortaleza: Fuerza sobrenatural que nos sostiene para obrar valerosamente lo que Dios quiere de nosotros, y sobrellevar las contrariedades de la vida.
Este Don del Espíritu es fundamental para resistir por una parte las instigaciones de las pasiones internas, pero también las presiones del ambiente que tratan de detenernos y sofocarnos. Actúa sobre nuestro temperamento ayudándonos a superar la timidez y tibieza en un extremo, y la agresividad, intolerancia y hostilidad en el otro.
La Fortaleza es también una de las cuatro Virtudes Cardinales, que encuentra en el Don de la Fortaleza el complemento necesario, (provisto por el E.S.) para dominar las pasiones propias y los frenos que nos impone el mundo. La fortaleza es el Don que nos permite no caer en debilidades o componendas cuando se trata del cumplimiento del propio deber como cristianos comprometidos.
El don de la fortaleza es un impulso sobrenatural que da vigor al alma no solo en momentos dramáticos como el del martirio, sino también en las habituales condiciones de dificultad, en la lucha por permanecer coherentes con los propios principios, en el soportar ofensas y ataques injustos, en la perseverancia valiente, incluso entre incomprensiones y hostilidades, en el camino de la verdad, la justicia, la caridad y la honradez.
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Ciencia: Nos da a conocer el verdadero valor de las criaturas y la creación, en su relación con el Creador.
Sabemos que el hombre contemporáneo, precisamente en virtud del desarrollo de las ciencias, está expuesto particularmente a la tentación de dar una interpretación naturalista, despojada de Dios, al mundo. Ante la multiforme riqueza de las cosas, de su complejidad, variedad y belleza, corre el riesgo de absolutizarlas y casi de divinizarlas hasta hacer de ellas el fin supremo de su misma vida.
Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder, que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.
Esto ocurre sobre todo cuando se trata de las riquezas, del placer, del poder, que precisamente se pueden derivar de las cosas materiales. Estos son los ídolos principales ante los que el mundo se postra demasiado a menudo.
Piedad: Sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios como Padre y para con los hermanos como hijos del mismo Padre.
El Don de piedad es un hábito sobrenatural infundido con la Gracia Santificante para excitar en la voluntad, por instinto del E.S., un afecto filial hacia Dios considerado como Padre y un sentimiento de fraternidad universal para con todos los hombres en cuanto hermanos e hijos del mismo Padre.
Dijo SS Juan Pablo II que “el Don de piedad sana nuestro corazón de todo tipo de dureza y lo abre a la ternura para con Dios y para con los hermanos”.
Así, la ternura, como apertura auténticamente fraterna hacia el prójimo, se manifiesta en la mansedumbre. Con el Don de la piedad el Espíritu infunde en el creyente una nueva capacidad de amor hacia los hermanos, haciendo su corazón de alguna manera participe de la misma mansedumbre del Corazón de Cristo. El cristiano «piadoso» siempre sabe ver en los demás a hijos del mismo Padre, llamados a formar parte de la familia de Dios, que es la Iglesia. Por esto él se siente impulsado a tratarlos con la solicitud y la amabilidad propias de una genuina relación fraterna.
El Don de la piedad, además, extingue en el corazón aquellos focos de tensión y de división como son la amargura, la cólera, la impaciencia, y lo alimenta con sentimientos de comprensión, de tolerancia, de perdón. Dicho Don está, por tanto, en la raíz de aquella nueva comunidad humana, que se fundamenta en la Civilización del Amor.
El Don de Piedad provee así tal unión y cercanía con el Padre Celestial, que la persona comprende el Amor y suavidad con que Dios nos ha creado y nos cobija a cada instante. El alma, de este modo, se siente obligada a mantener un estado de dialogo y oración permanente con Dios, y a derramar esa misma suavidad y sentido de servicio hacia los demás, haciéndose espejos del Amor Divino que en ellos se refleja, e ilumina a los que tienen la gracia de entrar en contacto cercano con ellos.
Temor de Dios: Temor de ofender a Dios, reconociendo humildemente nuestra debilidad, pero siempre confiando en Su Misericordia.
Este Don se afianza en el temor filial, basado en el Amor de Dios que como verdadero Padre ha ofrecido la Vida de Su Hijo por mí. El alma se esfuerza en no preocupar, entristecer, ofender o disgustar a Dios, amándolo como Padre. Se trata de algo mucho más noble y sublime que el miedo humano: es el sentimiento sincero de responsabilidad y fidelidad a Dios, haciéndonos concientes de nuestra pequeñez y deuda infinita ante quien por Amor nos ha creado y dado el don de la vida.
Ciertamente ello no excluye la conmoción interior que nace de la conciencia de las culpas cometidas y de la perspectiva del castigo Divino, pero la suaviza con la fe en la Misericordia Divina y con la certeza de la solicitud Paterna de Dios que quiere la salvación eterna de todos.
De este santo y justo temor, conjugado en el alma con el Amor de Dios, depende toda la práctica de las virtudes cristianas, y especialmente de la humildad, de la templanza, de la castidad, de la mortificación de los sentidos.
El alma percibe en al Amor de Dios, en Su Misericordia, la obligación de la lealtad y la fidelidad a nuestro Padre Celestial, y nos empuja a estar unidos a El buscando en todo momento descubrir, comprender y realizar Su Voluntad en nuestra vida. La contemplación de la Cruz, y en ella al Crucificado, aumenta y potencia nuestro temor de ser motivo de tristeza en Aquel que quiso sacrificar en las manos del mundo a Su propio Hijo, con el único propósito de salvar nuestras almas de la perdición eterna.
Trabajo realizado en base a un escrito del Padre Jordi Rivero, en www.corazones.org ,
complementado por www.reinadelcielo.org
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